Cuando tras los clarines aparezco
en el ruedo, confuso por los gritos
que vienen de una grada de eruditos,
me sorprendo y atónito me crezco
creyendo que merezco
su cálida ovación a mi figura,
y mi pecho se inflama con orgullo
y se abre agradecido cual capullo
pensando que mi mérito en bravura
aprobó asignatura.
Muy lejos del toril y en ristre lanza,
sobre un escuálido jamelgo al trote,
con su burdo antifaz de Don Quijote
presciniendo esta vez de Sancho Panza
hacia mí se abalanza
un jinete que pálido y perenne,
desde la silla de su equino flaco
provoca mi embestida, y cuando ataco
clava su lanza en mi morrillo indemne
que perfora solemne.
La sangre ha pigmentado mi costado,
y el hombre que decía ser mi amigo,
es ahora verdugo y enemigo.
Me siento injustamente atormentado
y no sé mi pecado.
Resuena otro clarín y ya el torero
despide al de la adarga de la arena,
y mientras el clarín hiriente suena,
con arpones, un cruel banderillero
me espera en el albero.
Germinal
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