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					 Cada vez que doy un paseo veo más tiendas cerradas. Algunas, las de toda la vida, habían 
 sobrevivido a guerras y conmociones diversas. Eran parte del paisaje. De pronto, el escaparate 
 vacío, el rótulo desaparecido de la fachada, me dejan aturdido, como ocurre con las muertes 
 súbitas o las desgracias inesperadas. Es una sensación de pérdida irreparable, aunque sólo 
 haya echado vistazos al escaparate, sin entrar nunca. Otras de esas tiendas son negocios 
 recientes: comercios abiertos hace un par de años, e incluso pocos meses; primero, los trabajos 
 que precedían a la apertura, y después la inauguración, todo flamante, dueños y dependientes a 
 la expectativa, esperanzados. Ahora paso por delante y advierto que los cristales están cubiertos 
 y la puerta cerrada. Y me estremezco contagiado de la desilusión, la derrota que trasmite ese triste 
 cartel pegado al cristal con las palabras se alquila o se traspasa. 
 En lo que va de año, la relación es como de una lista de bajas después de un combate sangriento. 
 Entre las que conozco hay una parafarmacia, dos tiendas de complementos, una de música clásica, 
 una estupenda tienda de vinos, una ferretería, una tienda de historietas, tres de regalos, dos de muebles, 
 cuatro anticuarios, una librería, dos buenas panaderías, una galería de arte, una sombrerería, una mercería 
 e innumerables tiendas de ropa. También -ésa fue un golpe duro, por lo simbólico- una juguetería grande y 
 bien surtida. Me gustaba entrar en ella, recobrando la vieja sensación que, quienes fuimos niños cuando no 
 había televisión, ni videoconsola, ni nos habíamos vuelto todos -críos incluidos- completamente cibergilipollas, 
 conservamos del tiempo en que una juguetería con sus muñecas, trenes, soldados, escopetas, cocinitas, 
 caballos de cartón, disfraces de torero y juegos reunidos Geyper, era el lugar más fascinante del mundo. 
 
 Ahora hablamos de crisis cada día. Hasta los putos políticos y las putas políticas, que no es lo mismo que 
 políticas putas, ahórrenme las putas cartas lo hacen con la misma impavidez con que antes afirmaban lo 
 contrario. En todo caso, una cosa es manejar estadísticas; y otra, pisar la calle y haber conocido esas 
 tiendas una por una, recordando los rostros de propietarios y dependientes, su desasosiego en los últimos 
 tiempos, la esperanza, menor cada día, de que alguien se parase ante el escaparate, se animara y entrase 
 a comprar, sabiendo que de ese acto dependían el bienestar, el futuro, la familia. Haber presenciado tanta 
 angustia diaria, la ausencia de clientes, el miedo a que tal o cual crédito no llegara, o a no tener con qué pagarlo. 
 El saberse condenados y sin esperanza mientras, en las tiendas desiertas que con tanta ilusión abrieron, 
 languidecían su trabajo y sus ahorros. Morían tantos sueños. 
 
 Eso es lo peor, a mi juicio. Lo imperdonable. Todas esas ilusiones deshechas, trituradas por políticos 
 golfos y sindicalistas sobornados que todavía hablan de clase empresarial como si todos los empresarios 
 españoles tuvieran yate en Cerdeña y cuenta en las islas Caimán. Ignorando las ilusiones deshechas de 
 tanta gente con ideas y fuerza, que arriesgó, peleó para salir adelante, y se vio arrastrada sin remedio por 
 la tragedia económica de los últimos tiempos y también por la irresponsabilidad criminal de quienes tuvieron 
 la obligación de prevenirlo y no quisieron, y ahora tienen el deber de solucionarlo, pero ni pueden ni saben. 
 De esa gentuza encantada consigo misma que no sólo carece de eficacia y voluntad, sino que sigue 
 impasible como don Tancredo, procurando ni parpadear ante los cuernos del toro que corretea llevándose a 
 todo cristo por delante. Un Gobierno cínico, demagogo, embustero hasta el disparate. Una oposición cutre, 
 patética, tan corrupta y culpable de enjuagues ladrilleros que trajeron estos fangos, que resulta difícil imaginar 
 que unas simples urnas cambien las cosas. Sentenciándonos, entre unos y otros, a ser un país sin tejido 
 industrial ni empresarial, sin clase media, condenado al dinero negro, al subsidio laboral con trabajo paralelo 
 encubierto y a la economía clandestina. Con mucho Berlusconi en el horizonte. Un rebaño analfabeto, sumiso, 
 de albañiles, putas y camareros, donde los únicos que de verdad van a estar a gusto, sinvergüenzas aparte, 
 serán los jubilados guiris, los mafiosos nacionales e importados, y los hooligans de viaje y tres noches de 
 hotel, borrachera y vómito incluidos, por veinticinco euros. 
 Para entonces, los responsables del desastre se habrán retirado confortablemente al cobijo de sus partidos, 
 de sus varios sueldos oficiales, de sus pingües jubilaciones por los servicios prestados a sí mismos. 
 A dar conferencias a Nueva York sobre cómo nos reventaron a todos, dejando el paisaje lleno de tiendas 
 cerradas y de vidas con el rótulo se traspasa. Así que malditos sean su sangre y todos sus muertos. 
 En otros tiempos, al menos tenías la esperanza de verlos colgados de una farola.
 
 ARTURO PEREZ REVERTE 
				
					 _________________ la felicidad puede ser la resultante de la verdadera concordia entre nuestra fortuna y nuestra forma de vivir 
				
  
					
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