Antes de conocerte no había nada.
Era el caos.
Antes de tropezar con tu mirada
discurría errante por la vida,
sin vivir, sin respirar. No siendo nada.
Era sólo la hoja de un arbol desprendida.
Era la noche oscura de un alma no nacida.

Y cuando de la nada apareciste,
el caos transformose en bella singladura
de un bajel que raudo recorría
la derrota que nítida marcaba
la luz intensa del faro de tus ojos,
que transformó la oscuridad profunda,
en clara luz del día.

Antes de conocerte no había nada.
No existían la luna, ni el sol ni los luceros.
No había principio o fin, ni tiempo alguno.
Todo era muy perplejo,
confuso, irresoluto, sin esencia.
Faltaba tu presencia.

Y cuando de la nada apareciste,
la creación entera cobró razón de ser.
Surgió la luz para alumbrar tu cuerpo.
Nació súbitamente el tiempo, para amarte.
El aire se creó, para aspirar tu aliento.
Y apareció el amor.

Amor eterno, profundo, inmarcesible.
Amor que dió razón de ser a lo infinito.
Amor que hizo aflorar lo oculto, lo invisible.
El más preciado don que Dios me dió:
tu aparición, mujer. El día que te encontré,
la creación entera mi alma descubrió...

Y la nada fue el todo.
La inmensidad del caos se transformó en el orden.
La oscuridad, en luz.
Ya todo se explicaba...
Habías llegado tú....

© Antonio Pardal Rivas

Febrero, 2006

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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