LA FERIA DE SAN ISIDRO

 

Alegres a ver los toros,
las gentes van a Las Ventas,
la Feria de San Isidro
dentro de poco comienza.

La tarde amenaza lluvia,
casi es seguro que llueva;
pero no importa, el paraguas,
por si acaso, todos llevan.

Ya faltan pocos minutos,
pronto se abrirán las puertas;
resonarán los clarines,
¡ya va a comenzar la Fiesta!

El toro sale al albero
en alocada carrera,
despistado y sorprendido
y por el coso da vueltas.

El público en los tendidos
fuma unos puros que apestan.
Al matador todos miran,
prestos a ver su tarea.

Los picadores dejaron
sobre la res su cruel huella,
las banderillas se hundieron
muy dentro en la carne tierna.

Y el pobre animal, herido,
sus verdes pastos recuerda;
allí vivió tan a gusto,
retozando en su dehesa.

Pues su cerebro no entiende
- y no es raro que no entienda –
por qué a morir le destinan
con esa crueldad extrema.

Se ha hecho de pronto el silencio,
el torero se le acerca
y con aires presumidos
a que embista le jalea.

Se arranca porque es de casta,
persiguiendo la muleta;
sus astas buscan la carne
mas sólo el engaño encuentran.

Sigue insistiendo en su empuje
y va agotando sus fuerzas.
A borbotones la sangre
brota y su vida se lleva.

Ya no puede con su alma,
pues alma puede que tenga
aunque nos digan que el hombre
es el único en tenerla.

Por fin se acaba el martirio.
Un acero le atraviesa.
Siente que acaba su vida.
Sus patas, muriendo, tiemblan.

Exhala un triste mugido
viendo a la Muerte, que acecha
en forma de puntillero
con la puntilla dispuesta.

Siente el golpe y todo acaba.
¡Ya muerta yace la bestia!
Pero otras bestias que aplauden
piden le corten la oreja.

¡Qué singular paradoja
que ver morir entretenga!
¿Dónde estaba el animal?
¿En las gradas o en la arena?



Francisco Escobar Bravo
8 de mayo de 2008

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